miércoles, 25 de octubre de 2017

El pueblo español de los 47 niños Einstein, de Álvaro Celorio


Pablo es uno de los pequeños genios en Espiciencia, la academia impulsada por una científica en Espinosa de los Monteros (Burgos)
Allí, niños entre 4 y 12 años aprenden Física, Robótica, Ingeniería...y sus inventos no paran de ganar premios
Bueno, estos chicos han venido a ver lo que hacemos. ¿Qué les enseñamos?». La mujer rubia lidera el grupo de 15 personas, todas ellas vestidas de azul. La respuesta es unánime y todos la expresan con la misma cadencia: «¡Vol-ca-án! ¡Vol-ca-án! ¡Vol-ca-aaaán!».
No estamos en una convención de vulcanólogos, ni mucho menos en una concentración de entusiastas de Pompeya. Tampoco estamos en Madrid ni en Barcelona, ni en los laboratorios de una institución.
Estamos, eso sí, en una escuela de Ciencia y nuestros expertos son científicos de éxito con varios premios a sus espaldas. También estamos ante colaboradores habituales en prensa, televisión y radio con un espacio llamado Naciendo ciencia. Estamos en un pueblo llamado Espinosa de los Monteros (Burgos), en la cocina de un antiguo colegio. Y, sobre todo, estamos frente a niños de entre 4 y 12 años.
Esta historia tiene algo de quijotesco. Si el personaje de Cervantes veía gigantes donde el resto contemplaba molinos, la doctora Bárbara de Aymerich veía una escuela capaz de dinamizar el pueblo donde otros no veían nada de eso. «Me llamaban de todo al principio: pensaban que era una friki», admite.
Pero Bárbara demostró tener razón. En un pueblo con apenas 1.700 personas censadas, montó una escuela que está superando todo tipo de expectativas. Una academia donde enseñan Robótica, Física, Química e Ingeniería en un entorno aparentemente adverso: una comarca con una economía basada en la agricultura y la ganadería. Y para niños, en una zona muy envejecida. Un dato: el colegio de Primaria de la localidad sólo tiene matriculados a 185 niños. Espiciencia, que así se llama el proyecto, tiene 47.
Como en toda novela de caballerías que se precie, nuestra heroína cuenta con su propia escudera: Nerea, de 21 años, estudia Bioquímica en la Universidad de Navarra. «Es mi ángel, no sé qué hacer sin ella», cuenta Bárbara de esta joven cuya ayuda es fundamental para gestionar el casi medio centenar de niños y todas las actividades que realizan.

Al igual que toda novela, esta historia tiene un principio. Corría 2007 cuando Bárbara se quedó embarazada de su primera hija y decidió abandonar Burgos para volver al pueblo de su marido, al norte de la provincia. Doctora en Ciencias por la Universidad de Burgos y profesora de colegio, montó esta escuela en 2010. Comenzó con seis niños y ahora ha tenido que cerrar la admisión de más alumnos. Por falta de espacio: enseña en un aula compartida con varios talleres de pintura. Ello explica la mezcla de caballetes y reactivos, de pinceles y microscopios.
-Una escuela de Ciencia aquí, en un pueblo de estas características, parece que no pega...
-Es un elemento totalmente diferenciador el que disfrutamos en el ámbito rural. Y, sobre todo, es darles una oportunidad a estos niños que no pueden acceder a la ciencia por estar tan lejos de las ciudades. Para ir a un museo tienen que ir a Bilbao, Burgos o Santander. Ahora sus padres tienen mucho interés, pero al principio sonaba a algo de frikis. Hay muchos niños que hacen otras actividades como música o deporte. Pero a estos niños que disfrutan la ciencia y que no encontraban su sitio les hemos dado una oportunidad.
Y la han aprovechado, no cabe duda. Asistimos a una clase. Los niños hablan con facilidad de fluidos, presión, pH, antocianina, motores y programación. Y servidor, que es de Letras, aprovecha para generar debate:
-Chicos, ¿qué es la ciencia?
-TODO. ¡La ciencia es todo! -exclama una niña escandalizada, a la que sólo le falta echarse las manos a la cabeza ante tamaña obviedad.
-¿Una baldosa es ciencia? -replica un niño.
-¡Todo!
Bárbara intenta poner orden: «Una baldosa tiene sus procesos químicos y físicos para formarse». Pero el gallinero ya está formado. «¡Chicos! ¿Tapa, tapita?». «¡Tapón!», corean y se llevan la mano a la boca. «Escuchadme con los ojos», pide la profesora. Todos la miran y la clase continúa.
Pablo y Samuel tienen 12 años. El primero quiere ser ingeniero y el otro, químico, y, desde luego, ninguno quiere dejar el pueblo. Están en la escuela desde el principio y sorprenden sus capacidades. Samuel, junto a su hermano Ezequiel y su padre, ha diseñado una silla de ruedas que sube escaleras basada en un eje de tres ruedas, como el de los carritos de supermercado. Pablo ha montado de cero una excavadora hidráulica y la muestra orgulloso. «También un helicóptero con palitos de helado que se mueve con unos motores que me dio Bárbara», presume. «Y una máquina para sacar petróleo, pero la tuve que desmontar porque no tenía piezas para la excavadora».

-Con el éxodo rural, ¿este tipo de iniciativas no pueden mantener a la población?-, preguntamos a la profesora.
-Es una forma de reactivar la zona con iniciativas y empresas totalmente diferentes a las que hay. Muchos quieren ser ingenieros o médicos de pueblo. Estamos creando pueblo y dándoles la oportunidad de que sigan esa vocación científica sin que sea necesario marcharse. El mundo rural y el científico-tecnológico parecen dos extremos, pero no lo son. Hay muchísima ciencia en un pueblo. Muchísima.
Si estos niños tienen algún activo es su imaginación. Gracias a ella han demostrado ser inventores muy ingeniosos diseñando, entre otros, robots, vendedores automáticos, zapatos con una batería que se carga mientras se camina («para enchufar el móvil, por ejemplo»). También han sido galardonados por el CSIC, La Caixa o la Red Scientix de Educación Científica Europea 2017, entre otros.
«Estamos inmersos en un proyecto muy chulo con la Red Iberoamericana de Clubes de Ciencia», añade Bárbara, orgullosa. «Me puse en contacto con el Ministerio de Ciencia de Argentina para que nos dejaran participar y con Ricardo Caso, el director de uno de estos clubes, decidimos llevar a cabo un proyecto conjunto. Mis niños realizan un proyecto y ellos, adolescentes y universitarios, lo llevan a cabo».
Los inventos de estos críos cruzan el charco y se desarrollarán en América del Sur. «Quieren que vayamos a Brasil, pero no nos lo podemos permitir», se lamenta Bárbara. Porque la financiación es otro de los problemas: «Cobro una mensualidad de 25 euros. Con ello pago a Nerea, a Joserra (el profesor de Robótica) y los materiales. Yo no cobro nada». De hecho, fueron invitados especiales de una feria organizada por FECYT en Alcobendas y el viaje en autobús (700 euros) y la estancia (2.100) se salían completamente del presupuesto.
-¿Recibís alguna subvención pública?
-Ninguna. Participamos en todos los concursos o becas que veo, pero no nos dan ayudas. Intentamos que el ayuntamiento nos ceda otras instalaciones, pero no lo hemos conseguido. Otros pueblos cercanos me ofrecen centros enteros para mí, para que dé clases, pero yo no quiero. ¡Quiero seguir en mi pueblo!
Los niños están ilusionados y no paran de mostrar sus creaciones. ¿Qué es lo que más les gusta? «Hacer experimentos», dice uno. «Inventos», otro. «La profe», dice una niña.
Nerea los mira con ternura: «Yo no tuve la suerte que han tenido estos niños. Yo amaba la ciencia, pero no sabía cómo enfocar mi vocación. Aquí hay críos que realmente saben lo que quieren».
Volvemos a clase. Es entonces cuando nuestros gigantes abandonan su papel de científicos y son niños de nuevo. El gallinero de gritos vuelve a estar montado en la cocina reconvertida en laboratorio. «¿Tapa, tapita?». «¡Tapón!».
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OTRA COSA: Umberto Eco ¿ De qué sirve el profesor ?




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