miércoles, 2 de diciembre de 2015

TTIP: salud y alimentación en peligro, de Esther Vivas

imagesEsther Vivas | Público


Nos quieren pobres, mal alimentados y enfermos. Y el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones entre Estados Unidos y la Unión Europea, el TTIP por sus siglas en inglés, es uno de los mejores instrumentos para conseguir que los deseos de unos pocos se conviertan en realidad. Aún se está negociando, eso sí entre bambalinas, pero de aprobarse significará uno de los mayores retrocesos en los estándares de seguridad alimentaria en Europa.
Del mismo modo que Fausto vendió su alma al diablo, la Comisión Europea vende con este nuevo acuerdo los derechos de los ciudadanos europeos a las grandes empresas estadounidenses y lo mismo hace el gobierno de Estados Unidos con los de sus conciudadanos. El TTIP no es un tratado de libre comercio al uso, no consiste ya en eliminar aranceles, imposible casi liberalizar aún más ambas economías. Ahora, se trata de acabar con normativas y legislaciones que garantizan derechos ciudadanos pero que limitan las opciones de negocio de las grandes empresas, ya sea en materia financiera, sanitaria, educativa, cultural, agrícola, laboral o alimentaria.
Más negocio
Para conseguir tal objetivo todo vale: negociaciones secretas, poner fin a las soberanías nacionales, reducir los derechos de la ciudadanía. Su meta: convertir cada ámbito de nuestra vida cotidiana en objeto de lucro. Nos dicen que “armonizarán” las legislaciones de ambos mercados, que así tendremos mayor oferta y servicios más baratos, pero es mentira. En realidad, su política consiste en igualar a la baja las legislaciones de un lado y otro del Atlántico para aumentar el negocio de las multinacionales.
Y, ¿qué pasará con la comida? Más transgénicos, carne con hormonas, pollo con lejía y antibióticos en el plato, gracias a la disminución de los controles y los niveles de seguridad alimentaria. De este modo, las empresas del agronegocio saldrán ganando, nuestra salud y alimentación perdiendo.
En la Unión Europea y en Estados Unidos el enfoque sobre los estándares alimentarios es diametralmente opuesto. Mientras que en Europa prevalece el principio de precaución y es la empresa quien tiene que demostrar a partir de estudios científicos, no siempre independientes y a veces de dudosa credibilidad, que el producto a comercializar no es dañino para la salud, en Estados Unidos es justo lo contrario y es el gobierno quien debe probar el impacto negativo de un plaguicida o un producto o aditivo alimentario en caso de querer vetarlo. El TTIP quiere situar la responsabilidad, igual que en Estados Unidos, en el gobierno y en la sociedad, abriendo de par en par las puertas al mercado a costa del bienestar colectivo.
Obligados a conrear transgénicos
Así multinacionales como Monsanto buscan que la Unión se convierta en un nuevo “paraíso de los transgénicos”, siguiendo la estela norteamericana, con los enormes beneficios económicos que esto conlleva. Si ahora en Europa, gracias a la presión ciudadana, tan solo se permite el cultivo de un transgénico: el maíz Mon 810 de Monsanto (el 80% del cual se produce en Aragón y Catalunya y se prohíbe en la mayor parte de los países europeos), con el TTIP, y emulando a Estados Unidos, donde se permite producir hasta 150 variedades de transgénicos, desde de maíz, soja, algodón…, se busca la generalización de dichos cultivos.
De aprobarse el TTIP, países que ahora se oponen a conrearlos, como Francia, Alemania, Austria, Grecia, Irlanda, Polonia, Italia, debido a sus efectos negativos en el medioambiente al ser imposible su coexistencia con los cultivos convencionales y ecológicos, ya que contaminan a estos últimos, se verían incluso obligados a aceptarlos. De no hacerlo, podrían ser denunciados por las mismas empresas por atentar contra sus intereses económicos. Increíble pero cierto.
El uso de hormonas para aumentar la producción lechera y de carne, ahora prohibido en la Unión, se generalizaría. Como indica el informe de VSF Justicia Alimentaria Global ‘TTIPex. Borrando derechos‘, en Estados Unidos el uso de hormonas en la ganadería es habitual. Se calcula que el 80% del ganado vacuno y porcino destinado al consumo de carne  es tratado con hormonas de crecimiento, como la ractopamina, y el 20% de las vacas lecheras, con somatotropina bovina, para tener una mayor productividad, y el consiguiente beneficio económico.
Pero, ¿cuáles son las consecuencias para nuestra salud? En la Unión Europea, la utilización de dichas hormonas y la importación de animales tratados con las mismas está prohibida, al igual que en otros 156 países, al considerarse que no hay datos suficientes que permitan descartar riesgos para la salud humana. Algunos estudios, las vinculan a un incremento del riesgo de padecer cáncer de mama o de próstata y al crecimiento de las células cancerosas. Asimismo, los impactos en la calidad de vida de los animales son dramáticos.
Más antibióticos para animales sanos que para personas enfermas
El uso de antibióticos suministrados a animales iría en aumento. De hecho, la Organización Mundial de la Salud ya constata esta dinámica a escala global al señalar que actualmente en el mundo se suministran más antibióticos a animales sanos que a personas enfermas. ¿Por qué? Estos fármacos se aplican tanto con fines terapéuticos como preventivos (las malas condiciones en las que se encuentran hacinados dichos animales facilita que enfermen) y como promotores de su crecimiento (comiendo menos crecen más).
En Estados Unidos, se trata de una práctica habitual y se usan de forma rutinaria. Según la Agencia de Alimentos y Medicamentos estadounidense, FDA por sus siglas en inglés, el 80% de los antibióticos suministrados en el país se destinan a la ganadería y solo el 20% a personas. En cambio en Europa, el uso de antibióticos como promotores de crecimiento y la comercialización de leche, huevo, quesos o carne procedente de animales tratados con los mismos está prohibida desde el año 2006. Levantar dicho veto implicaría un negocio masivo para la industria ganadera.
El pollo desinfectado con lejía (cloro), si se aprobase el TTIP, sería un habitual en nuestra mesa. En Estados Unidos, “lavar” o “pulverizar” el pollo con lejía al final del proceso de producción es de lo más normal. De este modo, no solo se desinfecta, matando moscas a cañonazos, sino que se “maquilla” cualquier tipo de contaminación que se pueda haber producido en el transcurso de la cadena. Lo que permite rebajar los controles sanitarios en todo el proceso, ahorrando costes.
Europa en 1997 prohibió la entrada de carne de aves de corral estadounidense debido precisamente a estos tratamientos, y a los residuos de cloro u otras sustancias químicas empleadas para su desinfección que podían permanecer en la carne que después llegaban al consumidor. De aplicarse el TTIP y levantar la prohibición, las ganancias para las empresas avícolas de Estados Unidos serían millonarias.
La lista de impactos negativos en la salud y en el plato podrían continuar: mayor flexibilidad en el uso de pesticidas e insecticidas en el campo, más alimentos irradiados, poca comida local, menos información en el etiquetaje de los alimentos. La seguridad alimentaria saldría perdiendo, por no decir la soberanía alimentaria desaparecida en combate.
Solo un apunte final: con el TTIP no solo gana la industria agroalimentaria (empresas de semillas, de plaguicidas, ganaderas, etc.) sino la industria farmacéutica, que no solo enferma a los animales sino también a nuestros cuerpos. No lo olvidemos.
*Artículo en Publico.es, 02/11/2015.

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